«El adolescente trabaja su identidad en el cuarto de baño». Me lo dice en sueños un compañero de IU, poco antes de despertarme (solo en un espacio de duermevela declamaría él esa reflexión, jaja). A las siete y media abro los ojos y veo por la ventana que el sol se asoma por primera vez desde que llegamos a esta ciudad.
«Por eso siempre tardan tanto en salir», le respondo con sonrisa imaginaria. Paqui López habría reaccionado igual, de haberlo soñado ella.
En el tren, una excursión de escolares, medio aforo de la tierra y el resto forastero. Las dos francesas de delante conversan con ánimo prudente; me recuerdan a dos personajes de Hergé en Las Aventuras de Tintin y Milou. Detrás, una compatriota lee un cuento a sus hijos; el marido se empeña, sin éxito, en practicar inglés en familia. Afuera corre un decorado de casas unifamiliares con los huertos sembrados de maíz.
«Somos actores de carácter en la Torre de Babel», cantaba Peter Gabriel en Slowburn. En nuestra expedición matinal, la belleza de los canales, las calles, las plazas y las fachadas de las casas queda desencuadernada por las velas de los restaurantes y los expositores de viajes en simulaciones venecianas. Disfrutamos más del los amplios jardines, donde el tiempo parece detenido de décadas, como en la estación del ferrocarril de partida. La televisión española habla de olas de calor, pero aquí, bajo las sombras de los árboles del mediodía dan ganas de retomar el tocho de Juliana (voy por donde Carme Chacón dijo «Voy») que dejé olvidado al recoger mi hatillo de turista accidental.
No sé cómo se llaman: pongamos «cajitas con códigos portallaves» (en iniciales: CCCP). Pues bien, las CCCP ya son característica del escenario mundo, como los candados en los puentes, las franquicias o las tiendas de souvenrs. Lo msmo las encuentras amarradas a bajantes de tubería que a los hierros de los bicicleteros.