El dirigente comunista Julián Grimau fue ejecutado en la madrugada del 20 de abril de 1963. El ministro Fraga Iribarne desoyó las peticiones de clemencia de personalidades españolas y extranjeras. Un clamor de consternación y rechazo se extendió por Europa. El franquismo cerró filas y habló de «campaña antiespañola».
Hace poco más de un año leí el magnífico artículo Julián Grimau, un crimen de Estado contra la reconciliación nacional, escrito por Francisco Erice, que detalla el contexto político y social que convirtió al camarada Grimau en «la primera pieza de importancia que se cobraba el régimen tras muchos meses cargados de sinsabores», a la vez que «el último muerto en España de la guerra civil».
No por conocido deja de estremecer que, cuando fue detenido, «escribió de su puño y letra en un papel en blanco que solicitó al efecto: «Me llamo Julián Grimau García. Soy miembro del Partido Comunista en España y me encuentro en España cumpliendo una misión de mi Partido». A partir de ese momento, se negó a revelar cualquier dato comprometedor, y la policía se ensañó con él, como solía hacer con los comunistas, incluyendo al médico-verdugo que le preguntaba con sorna, durante los interrogatorios, si prefería que le pegara como policía o como médico». 62 años después de su fusilamiento, la misión de Julián Grimau aún nos interpela como las palabras de Paul Éluard: “Aunque sólo hubiese tenido, en toda mi vida, un solo momento de esperanza, hubiera librado esta batalla. Incluso si debo perderla, porque otros la ganarán. Todos los demás.”