Volver al Nocturama (con Christina Rosenvinge)

En julio de 2009 vimos a Jay Jay Johanson en el Nocturama. Marcelo llevaba más de ocho meses en la barriga de su madre, así que fue su primer concierto: sentiría el fatigón de calor de aquella noche, oiría las preciosas canciones desde su privilegiado habitáculo, apreciaría la emoción de Marisol cuando el crooner sueco salió del camerino para fotografiarse con nosotros… Al nacer, fueron muchas las veces en que lo dormí en brazos tarareándole esas melodías que sus padres llevan años escuchando en casa desde que una mañana, camino del trabajo, más o menos a la altura del apeadero de San Bernardo, paré el coche cuando sonó ‘She Doesn’t Live Here Anymore’ en el programa de Radio 3 ‘Siglo 21’.

Desde entonces no había vuelto a los conciertos veraniegos del CAAC. Mi amigo Moon dice que no me he perdido gran cosa, y que «Solo Christina (Rosenvinge) podia poner fin a esa sequia».

No es la primera vez que la veo en directo. Hace algunos años, cuando publicó ‘Continental 62’, tocó en el salón de actos del World Trade Center de Sevilla, en un concierto bastante íntimo y extraño: a media tarde, en un espacio iluminado como la sala de espera de un hospital y con escaso público (lo que nos permitió hacer montones de fotos a cuatro pasos del escenario).

Reconozco que prefiero su «etapa americana», cuando vivía en Estados Unidos y grababa en inglés con instrumentaciones a lo Philip Glass. No la oímos tanto en casa como cuando publicó ‘Foreign Land’, pero es ahora cuando, con 47 cumplidos y a años luz de aquel ‘Hago chas y aparezco a tu lado’, Christina Rosenvinge es la autora de canciones pop con la que todos quieren prodigarse, porque ha sido capaz -como Sr. Chinarro- de llegar a más público y ser más «accesible» sin perderse en la mediocridad. 

Las grandes empresas de la industria cultural han apostado siempre por lo más sencillo y rentable, que es dar al pueblo lo que conoce, porque el pueblo tiene miedo y no tiene tiempo, y no tiene tiempo porque tiene miedo (Antonio Luque, en Diario de Sevilla).

Y mucha gente, casi tanta como con Jay Jay Johanson, dos años atrás. Uno de los problemas del Nocturama es que hay personas que no van a disfrutar de la música, sino a contarse sus vacaciones y bromear con las fotos que se enseñan en sus smartphones. Tienes que ponerte muy cerca del escenario para evitar las risas, las conversaciones gritonas y los bailes frikis mientras oyes ‘Mi vida bajo el agua’ sin batería. 

Marcelo lleva unos días aporreando el piano que duerme en nuestro salón. Ahora nos ha dado por jugar a pensar por dónde tirará cuando, parafraseando a B. Brecht, su intuición se transforme en conocimiento y empiece a tener sus propias preferencias culturales o estéticas. ¿Irá de cani tuneado, le gustará el hardcore, será un pijito de Siempre Así…? (que no se malinterpreten estos clichés, es sólo por poner estándares radicales). Sólo es un juego, lo sé; como sé que «seguir la pista de tu propio deseo, en tu propia lengua, no es una tarea aislada. Tú misma estás marcada por la familia, el género, la casta, el paisaje, la lucha por ganarte la vida, o por la ausencia de dicha lucha» (Adrienne Rich).

Camino de ida, durante el concierto y camino de vuelta, te das cuenta de que echas de menos a quien antes te acompañaba (casi) siempre en esos momentos. Y a los amigos, también. Y, ya puestos a esa cierta melancolía, incluso lo que no ha sucedido aún, hasta te da por inventar que deseas un futuro en el que, tal vez, padre, madre e hijo vayan juntos a esas citas nocturnas.

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