En los setenta, el aceite de oliva era perjudicial para la salud, pero hoy es sanísimo, mucho mejor que el de girasol. También está de moda la soja, que antes era un yerbajo. No hay nevera que se precie que no esté cargada de Actimel para los niños y hasta los preservativos llevan aloe vera.
Un buen día, Pablo Milanés confiesa ser adicto a la Coca-Cola, el Mister Proper se llama Don Limpio, los yogures bio ya no se llaman bio, el tabaco light ya no se llama light… pero siguen siendo lo mismo.
Como dice la genial canción de Astrud, tengo la sensación de que hay un hombre en España (y en el mundo) que lo hace todo, lo bueno y su contrario, a su antojo. El sistema es ciclotímico, tiene la facilidad de cambiar lo que haga falta y hacer que no cambie nada, de penalizar con leyes y seguir manteniendo la costumbre, de construir ideas generacionales para su propio beneficio que después serán repudiadas por generaciones opuestas que, más adelante, sacarán pecho por un nuevo revival de la que denostaron. Quienes vivimos en el opulento y ampuloso Occidente llevamos una vida de marca, absorbemos con frivolidad incluso la iconografía que más se detesta, desde las camisetas del Che hasta los vaqueros de estilo soviético. Somos, incluso, capaces de hacer coincidir la fecha del Día Mundial del Friki con la del Día Mundial de África, y nos quedamos tan panchos ante semejante frivolidad de ida y vuelta.
Vamos, que hasta Cat Stevens, convertido al islamismo y renegado de la música desde la década de los 70, ha vuelto a coger la guitarra y publicar canciones. Está claro que lo único imposible en este nuevo siglo es lo que no existe. Y tal vez ni eso.