Hay que tener paciencia para leer «Soy un gato», escrita en 1905 por Natsume Sóseki y publicada por la editorial Impedimenta en 2010 (traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés).
Llegar a disfrutarla en su plenitud, decir que te ha enganchado, entrar y ser parte de la narración, requiere avanzar hasta, al menos, una cuarta parte de las 646 páginas con letra pequeña que tiene la obra.
Una vez traspasas ese umbral, lo fácil es sucumbir al encanto de sus absurdos personajes, del entorno histórico y geográfico (Tokio a principios del siglo XX, justo al acabar la guerra de Japón con Rusia), reconocerse en el especial sentido del humor y asumir la abismal (?) diferencia cultural. Y entonces, al terminarlo, es bastante probable que acabes agradeciéndote la lectura de esta novela tanto o más que cuando leíste, por primera vez, tal vez no hace tanto, a alguno de esos autores que poco a poco han ido entrando y, en ocasiones, triunfando en Occidente (Mishima, Katayama, el nóbel Oé, el archiconocido Murakami, el otro Murakami…).
Lejos del histriónico humol amalillo que tanto triunfó en el Telecinco de Berlusconni, ‘Soy un gato’ te atrapa a base de ironía fina en frases meditadas por el propio narrador: un gato sin nombre, incapaz de cazar ratones, verdadero hilo conductor que enhebra todo el camino de la novela, de cabo a rabo, traductor de los pensamientos humanos más íntimos o relator de diálogos tremendos entre los personajes principales de la obra, desde el maestro dispéptico Kushami, pasando por el charlatán Meitei, el estudiante Kangetsu… y así toda una galería de seres, a la vez extraños y reconocibles, reflejo de una sociedad que, como la nuestra de hoy, «puede que no sea más que una especie de congregación de lunáticos, formada por miles de chalados, cada uno con su obsesión particular», en la que «los encerrados son los cuerdos y los que andan sueltos por la calle son los dementes».
(¿Cuántas veces hemos hecho o escuchado esta broma, y en cuántas de esas veces ha habido alguien, tal vez tú, que haya pensado «bueno, no lo decimos en serio, pero…»? Pues he aquí un ejemplo de por dónde discurre el verdadero contenido del (en ocasiones) aparente continente inofensivo de ‘Soy un gato’).
Hay un momento extraordinario, quizá el más emocionante de todos, que coincide exactamente con las páginas 432 a 435 del libro, justo el final del capítulo 8. Si la mayoría de la obra está plagada de dobleces humorísticas, merece la pena detenerse a releer estas 4 bellísimas páginas, en las que un filósofo, amigo del maestro Kushami, diserta contra el positivismo occidental y opone que «para alcanzar la paz, lo único que debe hacerse es entrenarse duramente para permanecer pasivo ante los estímulos de la vida». En estas cuatro páginas se resume poéticamente uno de los grandes temas de la novela, o al menos una de sus pretensiones. Ahí, en las palabras del filósofo recién aparecido (más adelante sabremos que su nombre es Dokusen Yagi) lo de menos son las coincidencias con lo que se propone y lo de más es dejarse llevar por la belleza narrativa, citando unos preciosos versos del monje Zen Sogan, «quien, en el turbulento siglo XIII en China, fue amenazado de decapitación por la espada de un guerrero mongol. Sentado e inmóvil en su postura de meditación, Sogan recitó el siguiente verso que, en mi opinión, nunca se cita suficientemente:
Como un relámpago, una espada
puede llevarse mi cabeza como si fuera viento de primavera.
Pero uno no se siente amenazado
por un viento que no sopla».
Reconozco que esta parte del libro la leí escuchando los discos de Tigran Hamasyan, así que igual me he pasado de trascendencia. En cualquier caso, ya se encarga el irritante Mitei (a la vez que entrañable: todos y cada uno de los que pasan por la casa del maestro, él incluído, acaban despertando ternura), tan solo unas páginas más adelante, de cargarse a base de positivismo occidental cualquier atisbo de comprensión hacia las teorías Zen sobre la pasividad.
He leído en algún sitio que Soseki, como habitante «privilegiado» de una etapa de cambio histórico en su país, fue el precursor de la literatura japonesa moderna, etiqueta que para el caso no tendría importancia si no quedase reflejado en las páginas de este libro, donde una parte fundamental trata, sin duda, de la dialéctica entre el viejo mundo (representado por una tradición milenaria repleta de reglas sociales y filosofía budista) y la modernidad venida de Europa, el mundo de los negocios y el enriquecimiento material. Esa dialéctica es tratada con sarcasmo en diálogos delirantes:
-A pesar de ser hombre de letras, no muestran ustedes ningún sentido común.
-Yo no soy un hombre de letras.
-¿No, entonces qué demonios es? Yo soy un hombre de negocios, y para nosotros lo más importante es el sentido común.
¿Acaso este concepto de sentido común, tan de Ciudadanos, tan de tertulias radiofónicas o televisivas, no es de rigurosa actualidad?
Aquí tienes una mejor crónica de ‘Soy un gato’. En lo que a mí respecta, como a menudo sucede, al cerrar el libro he tenido la sensación de que pronto, cuando vuelva a pensar en él, será como si echara de menos a sus personajes, como si verdaderamente los hubiera conocido.