Domingo por la noche, salgo a tirar la basura. En la plaza están recogiendo los bártulos de una feria del jamón y no sé qué más, tal vez gambas. Camino del contenedor, la acera está minada de bolsitas de picos vacías, vasos de plástico y servilletas de papel. Hay también alguna loncha tirada de esas que, por la mañana, ofertaron por megafonía a 5 euros los dos platos.
En una entrevista realizada por Évole, Naomi Klein dice: “Creo que somos la última generación de la despreocupación, de poder imaginar que no hay límites a lo que podemos extraer de la Tierra”.
Por la mañana, todo recogido, ni rastro del fin de semana. En la radio anuncian que el viernes cabalgamos sobre otra campaña electoral. Vivimos en una serie continua, lo dice el filósofo Byung-Chul Han: “Se apresura de una información a la siguiente, de una sensación a la siguiente, sin llegar nunca a un final. Se produce un consumo sin fin”.
Lunes a mediodía, un rato en la feria de Sevilla. Me fijo en los trabajadores de seguridad que hay en las puertas de las casetas, en el trasiego tras la barra de la caseta, en los conductores alicatados de los coches de caballos. Las personas que están ahí, echando las horas, son cifras de la bajada del desempleo estacional, la precariedad plantada sobre el albero, un tablero de ajedrez con peones y trajes.
La feria de Sevilla es una onza del concepto de sistema-mundo: el africano que vende tabaco ilegal no es tercer mundo porque simplemente venga de un país subdesarrollado: “Tras analizar los vínculos económicos y el proceso que estructuran, la economía global logró demostrar que, aunque la posición que un país ocupaba inicialmente en el sistema-mundo fuera resultado de su historia y de la geografía, la propia dinámica de mercado del capitalismo global acentuaba las diferencias entre la periferia y el centro, institucionalizando de ese modo la desigualdad”. Ya se explicó en 1973.