A Javier Navascués

Es cierto que no nos conocimos lo suficiente. Tu militancia de siempre y la mía tardía solo coincidieron en los últimos tiempos, cuando tú eras un referente ideológico y yo acababa de pasar, como decimos en nuestra asamblea de Dos Hermanas, de Bellavista para allá. Hasta entonces, no más de dos años y medio atrás, alguna visita tuya, alguna conferencia y todo lo que Carlos Benítez, maestro y padre político, me contaba de ti.

Un día te dije, creo que fue a ti, o tal vez a Paula, que os veía en todos los fregaos, en todas las manifestaciones, y me acordaba de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Vuestra militancia en el Partido Comunista y vuestra discreción es más fiel, claro, entendiendo que la fidelidad es como el colesterol, que hay uno bueno y otro malo.

Es cierto, también, que ese poco tiempo que nos hemos conocido me ha servido para agarrar algunas enseñanzas. De ti no sólo he pillado frases de las columnas de Mundo Obrero; además, y eso es impagable, he aprendido a convivir con las contradicciones, como buen comunista, siempre aspirando a la integridad, a mejorar, a ser militante disciplinado y responsable sin perder la consciencia, a manejar la dialéctica y no la fe ciega.

Pese a todo esto, Javier, la sensación de tu pérdida es extraña. Por una parte, y pido perdón en la debilidad, me alivia no sufrir tanto por no haber compartido tanto el tiempo. Por la otra, y eso sí que resulta humanamente extraño, es como si echara de menos no haberte tratado más, esos años que otras personas te conocieron y hoy te reconocen por lo que has sido y representas. Por eso, lo primero que se me pasó por la cabeza al saber de tu muerte, en medio de una reunión, fue que a veces la verdad es triste, aunque no tenga remedio. Hasta siempre, camarada.

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