Confinamiento de sábado.

La noche que comenzó la campaña electoral, a la vuelta del acto en la Alameda, fui en coche sin parar desde el Parque de los Perdigones hasta la estatua del Cid, en el Prado, con todos los semáforos en verde. Al llegar a casa decidí no acompañar a mi gente de Dos Hermanas en la pegada de carteles de medianoche. Una premonición, de la que no supe hasta que ayer viernes, por la tarde, me hice un test Covid por si acaso esos síntomas de alergia, los mismos de todos los años desde la adolescencia, eran ropa de camuflaje.

Y vaya: manifestaciones, ferias, reuniones, horas de tanatorio, partidos de baloncesto, viajes en metro, tren, autobús… Y ahora no sé cómo ni cuándo he sido abducido por el oleaje de aerosoles víricos. No es que tenga importancia, doy gracias a la vida por estar vacunado y poder escribirlo, apenas un pañuelo de vez en cuando para sonarme la nariz, apenas la cabeza embotada pero sin fiebre, más preocupado por no transmitir que por llevarlo dentro.

Google me recuerda el 4 de junio de 2012: una plancha caliente cae sobre el brazo de mi hijo.

He sido cuidadoso, sobre todo con quienes no lo han sido. Ahora lo soy (lo sigo siendo, razón de más) con quienes me rodean. Confinamiento todo el tiempo posible, intentando descansar (ignoro si cierta sensación de fatiga y sueño es síntoma del virus o viene de más allá) y ratos de cine (termino Rohmer, empiezo Resnais).

«Nunca parecías estar esperándome, pero nos volvíamos a encontrar, una y otra vez, tras cada arbusto, tras cada estatua, tras cada estanque, como si no hubiera nadie más en ese jardín, sólo tú y yo»