
Durante treinta años viví en un piso bajo de un edificio de cuatro plantas, por mi ventana pasaba la gente y nunca sabías si se miraba en el cristal o husmeaba por el interior. Ahora, en las noches de ventanas abiertas, desde la cama puedo ver las copas de las palmeras a la altura de mis ojos, y, más allá y más abajo, las farolas encendidas de la avenida Ramón y Cajal, que tantas veces recorrí camino del instituto, e incluso, a lo lejos, hundidas en la Sevilla al nivel del mar, las balizas de luz roja en lo más alto del puente del Centenario.
La imagen de esta porción de ciudad, a la hora tibia en que el pueblo se recoge, es una de esas instantáneas que permanecen en el tiempo y persigues cada verano.
En aquella habitación de estudio apuntando al piso bajo del bloque de enfrente, nunca vi a Audrey Herpburn cantando en el alféizar de su apartamento, ni siquiera llegué a imaginar que algo parecido pudiera ocurrir, así que nunca me creí George Peppard, en su papel de escritor enamorado, y mi historia de adolescente se alimentó de realismo mágico, es decir, de encontrar a personas de la vida real que no necesitan, como la amada de Serrat, lavarse cada noche con agua bendita.
Hoy, desde mi habitación con vistas, intento, o aspiro al menos, leer la vida como la escribo, y viceversa, lo que resulta todavía más doble tirabuzón. Respecto a la canción más hermosa del mundo, tal vez Moon River, me queda bien lustrosa, al cabo de los años, junto a otros cientos de momentos íntimos o compartidos y disfrutados con gente como, por ejemplo, tú.