Cultura: de la crítica a la mercancía

Dicen que una vez le preguntaron a Gandhi «¿Qué piensa usted de la civilización británica?» y él respondió «¡Sería una buena idea!».

Cuenta Terry Eagleton en su libro que el concepto de cultura, tal y como hoy lo entendemos, es relativamente reciente. «La palabra ‘cultura’ empezó a utilizarse de forma generalizada en el siglo XIX. Cuanto más mecánica y empobrecida parece la experiencia cotidiana, más se promueve un ideal de cultura por contraste. Cuanto más burdamente materialista se vuelve la civilización, más exaltada y sublime parece la cultura».

La cultura nació, según el autor, como crítica intelectual «en este período en el que la sociedad capitalista industrial produce la riqueza para crear instituciones como galerías de arte, universidades y editoriales, que después censura a esa sociedad por su codicia y filisteísmo. En este sentido, el papel de la cultura es morder la mano que le da de comer».

El tránsito desde esa razón crítica hasta la razón de consumo de masas de productos culturales ha provocado que otros conceptos, como el de tolerancia a la «diversidad», se hayan convertido en falsos modelos de pluralidad.

La diversidad no es un valor en sí misma. (…) Los estudiantes políticamente correctos han empezado a impedir a racistas y homófobos que hablen en sus campus, pero no tanto a explotadores del trabajo infantil o a políticos que preferirían no tener que negociar con los sindicatos.

Lo cierto es que buena parte de la minoritaria «alta» literatura es mucho más subversiva políticamente que la mayoría de la cultura popular. Eagleton lo explica gráficamente: «Es cierto que la música de Justin Bieber llega a mucha gente corriente, pero lo mismo ocurre con la varicela. Shakespeare alzó la voz por el comunismo, Milton defendió el regicidio, Blake y Shelley eran revolucionarios políticos, Flaubert y Baudelaire detestaban a las clases medias, Rimbaud era anarquista y Tolstoi denunció la propiedad privada. ‘Una habitación propia’ de Virginia Woolf, es uno de los textos de no ficción más radicales jamás escritos por un autor literario británico».

Entre los autores analizados en ‘Cultura’, uno de los que más destaca  es Oscar Wilde, «un esteta extravagante cuya devoción al arte por el arte era, entre otras cosas, una obra oblicua de radicalismo poilitico». La referencia que hace a su obra ‘El alma del hombre bajo el socialismo’ me resulta bastante esclarecedora, porque es un texto que leí no hace mucho y me dejó bastante desconcertado por su aparente frivolidad. La interpretación de Terry Eagleton sobre este ensayo de Wilde es que «aspira a la llegada de una época en la que el trabajo se haya mecanizado, y gracias a ello hombres y mujeres queden libres para cultivar sus personalidades. El objeto del socialismo es el individualismo», con lo cual, «si no es así exactamente como Marx lo había expresado, en todo caso está lo bastante cerca de su pensamiento», porque «Marx tenía una visión romántica de la riqueza y la diversidad de las vidas individuales y sostiene que este riqueza espiritual sólo podrá emanciparse bajo el socialismo».

Según Eagleton, para quien Oscar Wilde «tenía una fe rofunda en lo que Lenin denominó una vez la realidad de las apariencias», la coincidencia con Marx consistía en pensar que «había que crear las condiciones materiales en las que fuéramos menos dependientes de lo material».

Debido a la lógica del mercado, los modernos trabajamos al menos tanto como nuestros ancestros los neoliticos. La tecnología se emplea para intensificar la explotación, no para abolirla.

El paso del tiempo y el avance del capitalismo ha creado un modelo de relaciones humanas donde «El egoísmo ha impuesto su sistema en el seno de la sociabilidad más refinada» (Schiller). La vuelta de un sector intelectual a la Kulturkritik de mediados del siglo XX puso en evidencia que «las relaciones humanas ya no son orgánicas sino contractuales».

La razón ha quedado reducida a un modo de racionalidad instrumental e inerte que sólo se ocupa de calcular lo que redunda en beneficio propio. Lo que domina la vida de las personas es la utilidad, para la que nada es valioso en sí mismo. Los sentimientos y las creencias que amenazan con distorsionar una visión objetiva del mundo deben desaparecer.

Por contra, también, el desencanto que convierte la cultura (¿mayoritario?) en una forma de refugiarse de la sociedad civil, en vez de un instrumento para transformarla.

Las últimas páginas de ‘Cultura analizan los tiempos modernos. Frente al concepto original del siglo XIX, la cultura «ya no es principalmente una crítica de la manufactura moderna, sino un sector muy rentable de esta», que pertenece a «la infraestructura material del capitalismo tanto como la refinación del azúcar o la cosecha de trigo».

La cultura popular ahora ocupaba el primer plano, pero en su mayor parte era una cultura consumida por las masas, no producida por ellas.Lejos de aportar un antídoto al poder, resulta que es profundamente cómplice de él.

Otro ejemplo gráfico: «Al igual que General Motors, Hollywood y los medios de comunicacion existen principalmente por sus accionistas. Es el beneficio lo que impulsa a la cultura a extender su influencia por todo el globo».

Este nuevo negocio global no deja títere con cabeza, hasta el punto de llegar a la esencia misma del conocimiento. Eagleton: «No hay ejemplo más claro de la forma en que el capitalismo busca asimilar lo que en el pasado parecía su opuesto (la «cultura») que la decadencia de las universidades. Junto con la caida de las Torres Gemelas, se cuenta entre los acontecimientos más trascendentales de nuestra era, aunque no sea tan espectacular. La secular tradición de las universidades como centros de la crítica humana está siendo destruida por su conversión en empresas pseudocapitalistas bajo la  influencia de una ideología de gestión brutalmente filistea».

¿Qué hacer? No darlo todo por perdido. Es más, hay que entender el reto como un todo por ganar. Dicho con sus palaras: «Puede ser que el capitalismo sea simplemente la naturaleza humana, pero parece innegable que hubo un tiempo en que había naturaleza humana pero no capitalismo».

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