Somos herejes

Dicen que El hereje es una elegía sobre la tolerancia. Mirar el siglo XVI con ojos del siglo XX te obliga a imaginarte en el pellejo de aquel Cipriano que se jugó la vida por defender sus ideas, que vivió las contradicciones del amor entre la pasión y las convenciones de la época, que conoció la pobreza en primer grado y desde su posición de hidalgo burgués. Te obliga a comparar aquella Inquisición que, bajo ciertos puntos de vista, sigue aleteando sus santos oficios hacia el presente simple. Incluso, en pleno tiempo de las redes sociales, te obliga a actualizar la idea de Lutero como «hijo de la imprenta (…), primer hereje que disponía de un medio de comunicación tan eficaz, tan poderoso, tan rápido».

Te obliga, en definitiva, a echarle una pensada a un pasado tan de actualidad en un país donde la “la adicción a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso”.

Ha habido momentos en que he salido de la novela, pero ha sido pocos: en la mayoría de los casos, como sucede cuando no puedes abandonar, vas pasando las páginas con la sensación de que ellas también te leen a ti, no tanto porque entras a formar parte de la historia sino, más bien, porque asumes que sus hilos son los mismos con los que vas tejiendo tu vida cotidiana. En este sentido, llegas a ser Cipriano Salcedo como en su día llegaste a ser Oracio OliveiraFlorentino Ariza. Creo, el tiempo lo dirá, no haberlo sido tanto aquél, pero tiene género humano suficiente para llevarme en ese traje, hecho a retales, que es la existencia. A fin de cuentas, qué somos tú y yo, sino herejes del siglo XXI.

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