La trampa de las consecuencias de nuestros actos

En el mostrador de la gasolinera donde se paga el combustible hay un aparato con cuatro botones redondos para que pulses uno de ellos: uno verde potente con el emoticono de una cara feliz, otro verde suave con cara sonriente, un tercero amarillo de cara hierática y el último rojo con el rostro de enfado.

Son las nueve de la mañana y todos los surtidores están ocupados. La trabajadora llega al mostrador después de enchufar la manguera en cada coche. El primer señor que está en la cola de pago, al verla llegar, pulsa el botón rojo. La chica le dice: “Me está usted valorando a mí” y él responde: “Es que yo quiero que esto sea como antes, una persona echando la gasolina y otra dentro cobrando”.

Aquel cacharro con caritas, de apariencia inocente, no está valorando la calidad del servicio de la concesionaria de la BP, que ha dejado a dos personas en la calle y reducido los turnos a una trabajadora que hace la función de tres, más un comercial que sólo cobrará por colocarte una nueva tarjeta donde todo son ventajas. Aquel aparato pone a tu disposición, con un simple click, la voluntad de decidir el futuro laboral de la chica que está al otro lado del mostrador.

Algo parecido te sucede cuando, por ejemplo, vas al taller oficial de la marca donde compraste el coche. El trabajador que te atiende, antes de retirarlo, te avisa de que te llamarán por teléfono, o recibirás un correo, para que valores de 0 a 10 la calidad del servicio recibido. Y te advierte que, si lo valoras con un 8 y no con un 10, alguien de arriba dará un toque a quien corresponda.

Ejemplos como este hay muchos y de muchos tipos. En El padre de Blancanieves, la protagonista envía una queja al supermercado donde compra habitualmente porque el pedido no le fue entregado en el horario pactado y, al no haber nadie en casa para recibirlo, los congelados se estropearon. La consecuencia de esta protesta es el despido del repartidor, un hombre que irá a pedirle responsabilidades, por ser la persona que ha provocado que lo echen.

En todos estos casos se están poniendo en cuestión las consecuencias de nuestros actos. Uno de los grandes logros de las empresas, a lo que dedican grandes cantidades de dinero, consiste en distorsionar el lugar donde se originan los problemas. La chica de la gasolinera, el mecánico del taller o el repartidor del supermercado no son ese lugar, pero sí son quienes sufren las consecuencias. Nuestro mayor error es caer en la miopía (o hipermetropía) de pensar que hay quienes están a un lado y quienes estamos en el otro: siempre habrá alguien, en el vértice superior de la pirámide, pulsando un botón que condiciona nuestro futuro.