La realidad no se limita a las cosas que se pueden ver

Cuando lees compulsivamente, te trasladas. Desde la azotea de casa no percibes rastro de la semana santa, ni de la campaña electoral; recoges la ropa cuando escuchas las tormentas, la gente cruza la Plaza del Arenal con paraguas colgados del brazo, las nubes negras se derraman sobre Las Portadas.

Pero estoy en una casa solitaria en plena montaña, a las afueras de Odawara. Me acerco a la página 300, sigo enchufado a la historia de ‘La muerte del comendador’, escuchando su música en Spotify: primero el Cuarteto de cuerda n° 15 de Schubert, luego unas sonatas para piano y violín de Mozart, más tarde el disco de jazz ‘Monk’s Music‘, todos en las versiones que cita Murakami. Asumo que en las costuras de la realidad se ha producido un ligero desgarro.

Me identifico con esto: “Entonces caí en la cuenta de que personas con las que no tenía ninguna relación especial solían hacerme confesiones de carácter íntimo. Me sucedía desde niño y nunca había llegado a entender bien por qué. Tal vez tenía el don de sacar a la superficie los secretos de los demás. Puede que pareciera que sabía escuchar”.

Se me vienen a la cabeza ejemplos concretos de personas que han pasado por mi vida fugazmente, de las que lo único que recuerdo de ellas son una escena y una conversación muy personal. Una me llegó a decir ”¿Por qué te he contado todo esto, si ni siquiera se lo he llegado a contar a mi pareja?”. Recuerdo que le respondí, torpemente: “Tal vez porque tengo los oídos muy grandes”. De eso hará treinta años, por lo menos. Pero fue ayer.