‘El árbol’, de John Fowles: el caos verde (o un bosque)

El bosque de Wistman, en medio de una zona yerma al norte de Dartmoor (Inglaterra), es una especie de milagro ecológico. Según la web Viajeros del Misterios, allí los robles «apenas crecen más de 7 metros de altura, y sus ramas enredadas y suelo rocoso e irregular hacen que sea imposible para ponis y ganado entrar (…). Su inaccesibilidad lo mantiene protegido del pastoreo destructivo, mientras que las historias de druidas, fantasmas, el Diablo y un sinfín de otras criaturas sobrenaturales han mantenido lejos a los humanos durante milenios. Esta es la razón principal por la que todavía el bosque sigue existiendo en el páramo¨.

Este bosque es uno de los grandes personajes corales en ‘El árbol’, publicado por John Fowles en 1979 y recuperado por la editorial Impedimenta con la anotación «un ensayo sobre la Naturaleza», traducido por Pilar Adón (siempre hay que citar a las personas que traducen los libros, ¡son fundamentales!) y, como la obra que he empezado a leer hoy, en una cuidada edición, que vio la luz

…»el día 5 de noviembre de 2015, justo diez años después de que su autor regresara a la tierra, a su otra existencia, a su otro medio, el de los árboles reales del bosque, el barro y el caos verde».

No hay que temer a su formato de ensayo: ‘El árbol’ es fácil de leer, y rápido (apenas un centenar de páginas), aunque ni la prosa, ni el contenido, se prestan a pasar por encima como si fuera una novela de grosor XXL y adjetivos XXS.

Hay dos cuestiones que me gustaría destacar al respecto de este pequeño catálogo de seres y estares. La primera, que no comparto todas sus visiones de la vida (nada extraño: obvio); la segunda, que la fecha de publicación de ‘El árbol’, justo antes de que la globalización y las nuevas tecnologías borrasen las medidas de tiempo, velocidad y espacio, es trascendental para saber entender qué es lo que quería decir John Fowles cuando hacía su alegato del bosque como caos verde.

«Una ciudad geométrica, lineal, hace gente geométrica, lineal; una ciudad inspirada en un bosque hace seres humanos».

Todas las críticas que puedas leer sobre esta obra te van a decir, más o menos, que el autor utiliza momentos autobiográficos relacionados con el jardín de casa durante su infancia, las relaciones con su padre, con los bosques donde la huella del ser humano no existe, etc., como excusa para expresar su manera de entender el mundo.

«Por supuesto, existe un lugar para el análisis científico, o cuasicientífico, del arte, al igual que existe ese lugar (y mucho mayor) para el de la naturaleza. Pero el gran peligro, tanto en el arte como en la naturaleza, reside en que todo el énfasis se pone en lo creado, no en la creación».

Leo en una crítica que hace la revista digital Zenda que «El libro ofrece al fondo una teoría de la novela, la del autor de ‘La mujer del teniente francés’ que es también una teoría de la naturaleza. O al revés. Ofrece una teoría de la naturaleza que es también una teoría de la novela». Fowles explica que su manera de escribir una historia no es premeditada, algo así como tomar un folio en blanco igual que adentrándose en un bosque desconocido.

«No es el poco saber lo que genera necesariamente la ignorancia: saber demasiado, o querer saber demasiado, puede producir el mismo resultado».

Se suele encasillar a John Fowles en el posmodernismo británico, cuyo nexo común es que el proyecto moderno fracasó en su intento de renovación radical de las formas tradicionales del arte y la cultura, el pensamiento y la vida social. Su muerte en 2005 le permitió conocer los últimos nuevos tiempos, lejos de aquellos (hoy muy) antiguos años setenta del siglo pasado. Me pregunto qué habría sido ‘El árbol’ si lo hubiera escrito tras este escalón de cuatro décadas. Creo que algunas ideas se habrían reforzado por los hechos.

Todas las herramientas (…) lo que han conseguido (…) es que nos volvamos adictos a encontrarle una finalidad a cualquier cosa. Le buscamos una explicación al mundo exterior en función de una intencionalidad y queremos justificar esa búsqueda por medio de la misma intencionalidad. Esta adicción a la búsqueda de un motivo, de una función, de un rendimiento cuantificable, se ha infiltrado en todos los aspectos de nuestras vidas hasta convertirse de forma muy eficaz en sinónimo de placer, de modo que la versión moderna es la carencia de propósito.

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