Crónica de las emociones de un concierto (2ª parte)

Sé que Jay-Jay Johanson es mayoritariamente desconocido como cantante, pero para mí, que huyo de cualquier símil del fenómeno fan (en la música, el cine, la literatura… y ya de la política o el fútbol ni hablamos), sus canciones son parte de la (perdón por la cursilería) banda sonora de mis últimos 20 años. Exactamente, desde que Tomás Fernando Flores puso en Siglo XXI los tres primeros temas de ‘Tattoo’, que escuché yendo al trabajo (en Viapol, aquel entonces) recorriendo a todo lo largo, lángidamente, la Avenida Ramón Carande.

La anécdota que conté la última vez -mi hijo en la barriga de su madre, un 4 de julio de 2009, tres semanas antes de nacer, escuchando a Johanson en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo- tiene una segunda parte, diez años más tarde, en el Teatro Alameda, cuando acaba el concierto y el cantante ultraligero baja del escenario para abrazar al público.

En esta ocasión, mi hijo con 10 años cogido de la mano, Johanson y un servidor con 10 años más, y yo contándole el detalle al oído justo en el momento de nuestro turno de cortesía, en el inglés más torpe que haya escuchado criatura sajona en su vida, y él abriendo la boca y los ojos de asombro y preguntando por la madre, a quien señalo con el dedo a diez metros de distancia, y el rubísimo corriendo hacia ella para abrazarla fuerte.

Cierto: esto no es una crónica de un concierto. He de decir que había poca gente, unas doscientas personas, menos que hace 10 años en el Nocturama más abarrotado y caluroso que recuerdo. También que la voz de Jay-Jay Johanson sonó tan bonita o más que en los discos, que hubo momentos en que la música no era necesaria (de hecho interpretó un par de temas sin más instrumento que su garganta). Que me gustó mucho el grupo telonero, Pinocho Detective (sus canciones son más adultas). Y que desmitificarlo todo no impide dar gracias por tantas pequeñas cosas: hasta un silbido consigue que la vida merezca la pena.