Contando ovejas con Esopo, mascarillas en las aceras y Odiómetro

Si una noche no puedes dormir, escribe.

Intento acostarme temprano, no como Isabel Ballesteros, Miguel Ángel Rosa o Juan Carlos Ruiz, que le dan ‘me gusta’ a mis publicaciones pasadas las 12 de la noche; o Gema García, que me escribe casi a las mismas horas, apurada, porque antes no la dejan las reuniones de presupuestos. Todo esto lo sé porque intento acostarme temprano, pero a veces no lo consigo, y no por el calor, sino por la dificultad de espantar a los demonios en la hora en que la oscuridad te hace ver todo más claro. A los demonios les pasa como al capitalismo: no los hay de rostro humano, si les dejas un resquicio abierto te montan la fábula del escorpión y la rana.

Lo que peor llevo de ir con mascarilla es que te obliga a sonreír con los ojos y la cosa se complica si quieres o necesitas llevar gafas de sol. Además, tienes que subir la voz para franquearla y que te escuche quien está a 1,5 metros de ti, si encima eres de hablar bajito; entre una y otra cosa, el uso de mascarillas desfigura la personalidad, y eso suponiendo cierta la teoría de que nos conocemos por los andares, como le dijeron hace poco a nuestro Pintamonos. Todo esto lo cuento más o menos en broma porque no soy puntilloso con mis obligaciones ciudadanas; si acaso, llevo mal la distancia social de las mascarillas ultras y la personal de la gente a la que quieres, aunque no se me reconozca esa virtud especialmente.

Lo cierto es que acaba la primavirus y atravesamos el solsticio de verano asimilando el paisaje de figuras humanas con la boca y la nariz cubiertas (antes era cosa exclusiva de japoneses), así que el elemento de protección ya ha sido absorbido por la nueva normalidad de la moda; y también, por desgracia, es habitual verlas como elemento probatorio de la falta de convivencia, tiradas en las aceras o revoloteando en los remolinos de viento junto a colillas, envoltorios de chucherías o paquetes de patatas del macauto.

La mascarilla, además, ha sido un elemento de confrontación económica de clase y objeto siempre presente en las secuencias mediáticas de este nuevo tiempo de odio al gobierno, al rojerío, a la persona pobre, migrante, a las mujeres. Nuestro Garzón regularizó el precio de las mascarillas y un programador llamado Mikel Torres ha creado un Odiómetro de Twitter en castellano, capaz de cuantificar cuántos tuits de odio por minuto se emiten en esta red social, buscando coincidencias con insultos, descalificaciones y palabras malsonantes. El resultado: entre 100 y 300 exabruptos por minuto, con Pablo Iglesias como guest star patrio (ninguna sorpresa ¿verdad?).

Personalmente sugeriría un medidor de inhumanidad, del que hoy se llevaría la palma el tal Negre, que es de los que se grabarían dando patadas a los yonkis pero no tomando cubatas en los yates de los narcos. Hasta altas horas de la madrugada, para acostarse tarde, como yo.

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